Desde mis rascacielos puedo contemplar cómo el sol cae sobre los recursos humanos: vienen desde algún lugar, como anodinas monedas de carne arrojadas sobre la acera cada día alguien limpia estos ventanales cristalinos que reflejan el Sol sobre todo el distrito financiero A esta altura es fácil imaginar cómo el viento desmembra a una persona cada lunes veo sus rostros de culo y excel parpadear frente a monitores, apagados los ojos ante el propio reflejo: ¿y cuánto cuesta fabricar a más humanos que los humanos? la jornada nunca acaba, el after-office reúne a criaturas de todas las especies y entre cervezas pisco ron florece el imperativo táctil presente en todo: fantasear con la tersura rosa depilada bajo una falda de oficina, reírse con los ojos de la obesidad de otros competidores, evaluar las brechas entre nuestras ropas sentir el branding infiltrado en cada interacción, la soledad de las distancias intercomunales, los atracones de Netflix desde al abandono, una TV encendida para interrumpir el silencio veo a falsos autónomos y deportistas agobiados entre buses y automóviles mientras reparten deliverys en bicicleta, salvajes uberizados despojados de la tierra oigo el alarido de cada individuo cuando se transforma en cliente. Podrían estar encerrados en un supermercado y sentirse reyes de un espacio infinito huelo la democracia con todo ese olor innecesario. Las diversas corporalidades violentadas en un vagón del Metro. Los perros las palomas, las migajas que atraen a toda clase de alimañas si un bosque es talado y nadie lo escucha, ¿han caído sus árboles? Mientras el verdor de mi césped no se extinga, qué importa el silencio de los revoltosos espíritus verdes. Yo puedo prohibir a la naturaleza jugar en sus flores, penetrarla y en sus frutos incubar mis negocios.
© Héctor Lira